
Todas las lenguas de Muerte en La Habana
Hay ocasiones felices en las que un libro me lleva de vuelta a La Habana. Me lleva de la mano, del pie o metiéndome, con todo y cabeza, en el ambiente cálido, gritón y el aire medio sucio de la ciudad. Es el caso de Muerte en La Habana (Vanilla Planifolia, 2021), del profesor de la Universidad de Princeton Ruben Gallo. Técnicamente se trata de una novela policíaca basada en un hecho real, con todas las licencias que puede permitirse la imaginación desmesurada de Gallo. El cuerpo de Manuel Tomás Ricana, un español nativo de Orihuela, aparece quemado cerca del aeropuerto de La Habana y la policía cubana sale a la caza del culpable.
La trama se mueve por obra, gracia y boca de los amigos, enemigos y conocidos más o menos íntimos del occiso. Estos dan su versión a la policía y comparten información con un oyente invisible, que, como el lector, va armando poco a poco, en su cabeza, el gran muñeco que es Manuel. La novela consta de un prólogo y once partes que forman un coro gigante—amplísimo registro de voces con distintos acentos y sonoridades que van desde el español castizo de Jose hasta el cubanón malhablado de los pingueros, pasando por el italiano españolizado (o español italianizado) de Luigi-Élena. La sabrosura y regodeo con el idioma es uno de los mayores valores de la obra.
Esta sandunga lingüística resulta una estrategia óptima para pintar la vida gay de La Habana y el ambiente en que se mueven los buscavidas del Malecón. La veta de humor que atraviesa la Muerte en La Habana suelta chispa en los diálogos:
“—(…) Mira niño…
—Teniente coronel. Respete a la autoridad.
—Mira niño tenientecoronel, olvídate de ella, ya está muerta y nunca van a encontrar al asesino.”
Y luego están las actas policiales donde consta que las declaraciones se interrumpen “por causa de un apagón que afectó el funcionamiento de la computadora.” Con la salvedad de que, que, para los conocedores del paño, tales situaciones de la criminología socialista contienen más realismo de lo que los foráneos se imaginan.
Un personaje que aparece en cada parte es Eliezer, dueño de una librería y varios perros —que me imagino literatos. Eliezer funciona como una sibila necrológica: “yo se lo decía, te van a matar, te van a matar, pero él no me hacía caso.” Por otra parte, las lecciones de español que el librero le ofrece al difunto Manuel resultan desternillantes.
La voz del cubano educado que es Eliezer (que se define a sí propio como perpetuo estudiante universitario) contrasta con la de Jose, amigo de la infancia de Manuel, cuyo acento cerrado suena como una jota de Orihuela: “y le dije, pero ostia, Manuel, hablas como si fueras un viejo de ochenta.” Jose tiene su propia teoría sobre el crimen: “Muchos de sus amigos pensaron que, por el estilo de vida que llevaba, lo mató un pinguero, pero yo estoy seguro de que no, que la clave de su muerte está en sus negocios.” Una posibilidad a tener en cuenta, dada la rapacidad empresarial del difunto que llevó a la ruina a no pocos inversionistas de su pueblo natal.
Pero quizás el personaje más enigmático es otro recurrente, Tadziel (¿una reminiscencia del Tadzio de Teoría y Práctica de La Habana?) Como muchos de sus colegas del gremio pingueril, Tadziel es de la provincia Granma, de Cauto Cristo, y llega a La Habana a pasar el servicio militar. Al final de una escena delirante en una bañadera, Tadziel le espeta a su amigo mexicano una pregunta que nos deja pensando “¿Y si te digo que fui yo el que mató a Manuel?”

Rubén Gallo (Guadalajara, 1969) es una figura heterodoxa en el panorama de las letras mexicanas. Tapatío de nacimiento y neoyorquino por elección, ha publicado ensayos de historia literaria y crítica cultural que revelan los vínculos secretos de dos de las grandes figuras del siglo XX con México y América Latina—Los latinoamericanos de Proust (2016) y Freud en México: historia de un delirio (2013)—y también Máquinas de vanguardia (2014), un estudio de la pasión que los Contemporáneos y Estridentistas compartieron por las nuevas tecnologías. Con Ignacio Padilla elaboró una antología dialogada de Heterodoxos mexicanos (2006) y con Mario Vargas Llosa celebró una Conversación en Princeton (2017). Es miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Estados Unidos y miembro del Consejo de Asesores del Museo Freud de Viena. Ha sido profesor visitante en la Universidad Hebrea de Jerusalén y desde 2002 es profesor de literatura en Princeton, donde ocupa la cátedra Walter S. Carpenter.